En Hollywood hay despedidas que se sienten como alfombras rojas y otras que se sienten como revelaciones a puerta cerrada. Wicked For Good pertenece a la segunda categoría. Es un desenlace que no hace ruido: lo respira. Y lo respira porque su propio equipo creativo —director, protagonistas, productores— lo vivió desde un lugar que pocas superproducciones se atreven a transitar: la vulnerabilidad, el cansancio emocional, la alegría profunda y el vértigo de dejar ir. Lo dicen ellos mismos. Sus palabras, más que promocionales, son casi un diario íntimo disfrazado de exclusiva.
Jon M. Chu, que ha pasado años viviendo dentro de Oz, lo expresa con una confesión que sorprende por lo personal: “No te damos una respuesta al final. Te damos un desafío. Tienes el libro, tienes el poder. Sabes la verdad. Ahora, ¿quién vas a ser?” Esa frase captura la esencia de lo que Wicked For Good intenta hacer en su impactante final: no cerrar puertas, sino dejarlas entornadas para que el público, por primera vez, no mire a las brujas como arquetipos, sino como reflejos de su propia dualidad.
Porque si algo deja claro este final es que el mito de Oz nunca fue sobre magia. Fue sobre decisiones.
Mientras Chu habla, es evidente que ve la historia como algo más grande que un musical. Para él, este desenlace épico no busca héroes, busca humanidad. “Todos tenemos bondad y maldad dentro. En la primera película puedes hacer ídolos… en la segunda, hay que humanizar.” Y esa filosofía está sembrada en cada gesto, cada corte de cámara, cada vez que el musical detiene su impresionante puesta en escena para recordarnos que debajo de los colores hay emociones reales.
Ariana Grande lo vivió en carne propia. Para ella, interpretar a Glinda no fue un acto de desaparición en un personaje, sino un proceso de descubrimiento personal. Habla de su viaje con la literalidad de alguien que atravesó una metamorfosis impactante: “Creo que él —Chu— estaba destinado a dirigir estas películas. Tiene una comprensión innata de la experiencia humana.” Y lo dice sin adornos. Con emoción. Con cierta fragilidad.
Ese comentario revela algo esencial: el tono de Wicked For Good no es casual. Es consecuencia directa de un director que decidió acercar la cámara a los seres humanos detrás de los íconos. Ariana lo explica de forma todavía más íntima cuando recuerda uno de los momentos más inesperados del rodaje: el “te quiero” que Glinda y Elphaba intercambian a través de una puerta. “Sucedió naturalmente en un ensayo. No podíamos seguir. Las dos estábamos llorando. Así nació. Y pudimos incluirlo.”
A veces, las escenas más importantes no se escriben: se revelan.
Esa vulnerabilidad también atraviesa a Cynthia Erivo. Para ella, Elphaba nunca fue un personaje, sino un cuerpo emocional complejo, lleno de capas que rara vez se exploran en teatro. Su voz se quiebra cuando admite lo que espera del público: “Quiero que entiendan que ella ama, que siente dolor, que no es solo fuerza. Es vulnerable. Experimenta pérdida, pena, rabia… y decide dejar esa rabia y pedir ayuda.”
Es una de las descripciones más impactantes y brutales que se han hecho sobre un personaje en un musical. Y también una declaración política disfrazada de comentario actoral: Elphaba no es una villana. Es una mujer que ha tenido que sobrevivir demasiado tiempo con la armadura puesta.
Cynthia cuenta que incluso su vestuario fue parte del viaje emocional. Quería algo que la “creciera”, que cambiara su postura, que hablara por ella. “Necesitaba algo que cambiara mi forma de moverme. Es una mujer más dura, más protegida, hasta que tiene que soltarlo.” La imagen es poderosa: la bruja verde aprendiendo a dejar de usar su cuerpo como escudo.
Pero si hay un punto donde las palabras de todas convergen, es en la secuencia final, ese momento cumbre llamado “For Good”. Ariana la describe como una oportunidad que desearía que todas las personas pudieran tener antes de despedirse de alguien que aman: “Ojalá todos pudieran intercambiar esas palabras antes de irse para siempre.” El comentario tiene algo de plegaria, algo de duelo, algo de catarsis. Cynthia, desde su lado de la puerta, lo recuerda como un rodaje “intenso, emocional, casi agotador”, filmado durante semanas en condiciones cambiantes. “Era la última vez que se iban a ver. Queríamos hacer justicia.”
La manera en que ambas hablan de esa escena confirma lo que el público percibe en pantalla: no es un número musical, es una despedida real entre dos mujeres que crecieron juntas y se rompieron juntas.
Marc Platt, el productor que ha acompañado Wicked desde sus primeras audiciones, aporta una mirada que solo puede provenir de alguien que ha visto transformarse un proyecto durante décadas. Él sabía que Cynthia “reclamó” el papel apenas entró a la sala. Su descripción de Glinda es igual de contundente: Ariana no llegó a través del brillo, sino de la complejidad emocional que reveló en las pruebas. “Las dos reclamaron sus personajes. No necesitaban una prueba de química.” El subtexto es evidente: la química está en la herida.
Ese vínculo está también en la manera en que Chu explica cómo los números musicales se integran al drama. Para él, no se trata de espectáculo, sino de sensaciones internas amplificadas. “El anhelo puede sentirse como si estuvieras en un acantilado viendo un arcoíris. La rabia puede sentirse como volar sobre la ciudad.” Así concibe el musical: como el lenguaje emocional del alma, no como un elemento decorativo.
Esa visión también se extiende a la mirada política de la película. Chu dice algo que, sin nombrarlo, habla directamente al mundo actual: “Estamos pasando por otro ciclo donde se ve lo que pasa cuando alguien tiene poder y otros no. ¿Cómo nos encontramos otra vez?” Esa pregunta —cómo reencontrarnos— es la verdadera brújula moral de Wicked For Good.
Y ese es quizás el punto más radical del filme: la insistencia en negar la simplicidad. Los discursos de Oz, los colores brillantes, los villanos caricaturescos… todo eso, dice Chu, pertenece a un tipo de espectáculo que el Mago todavía cree que funciona. El público ya no. Porque ahora ve las grietas. Los hilos. La manipulación.
Ariana lo reconoce explícitamente cuando reflexiona sobre la evolución de Glinda: “Ella pasa de lo más bajo a lo más puro. Sólo está intentando hacer lo mejor que puede con las herramientas que tiene.” Esa frase podría describir a cualquier persona intentando navegar un mundo donde la verdad se diluye entre luces y cortinas.
Y ahí está el corazón del editorial: Wicked For Good no es una película sobre brujas, sino sobre la condición humana. Sobre cómo el miedo se filtra en nuestras decisiones. Sobre cómo el poder deforma la intención. Sobre cómo, incluso cuando creemos estar haciendo el bien, podemos fallar estrepitosamente. Y sobre cómo la redención nunca llega como un triunfo, sino como una decisión íntima.
Chu lo resume con una de sus frases más bellas: “Las grandes películas te llevan al infierno y luego te sacan hacia la luz.” Y en ese trayecto, dice, descubrimos que “la esperanza no tiene fecha de vencimiento”.
Ese es el mensaje que sobrevive cuando la última nota se apaga: que incluso cuando fallamos, incluso cuando nos quebramos, incluso cuando nos etiquetan como “buenas” o “malas”, todavía podemos elegir quién queremos ser.
Quizá por eso este final se siente tan íntimo. Tan humano. Tan lejos del espectáculo y tan cerca del corazón.
Porque en Oz, como en la vida, la magia no está en volar.
La magia está en decidir hacia dónde cae uno cuando finalmente deja de luchar contra el viento.























